jueves, 12 de junio de 2008

Infinito

Miraba con ojos angustiados hacia todas las flechas que marca la rosa de los vientos. Una potente luz brillaba, mas no era el sol. A duras penas podía mirar hacia el cielo para tratar de averiguar de dónde provenía aquella luz, pero no conseguía distinguir nada, y nada es lo que había.
Se acercaba hacia el norte, se aproximaba el horizonte, pero tan solo la llanura yerma esperaba cada vez más lejos. Decidió probar hacia el sur, donde siempre se espera la alegría. Pero allí tampoco había nada. Ni un rastro de bares con palmeras, combinaciones con palmerita o bailarinas con ukelele para decirle “aloha” al tiempo que le colgaban el collar multifloral.
El misterioso Oriente le tentó, y se arriesgó abandonando el sur. Ninguna de las casas con aleros en eterna plegaria estaba alli para darle cobijo. Los farolillos rojos parecían una bruma en sus sueños. Ni siquiera la Gran Muralla, tantas veces oída y siempre anhelada le impedía continuar. En el Misterioso Oriente tampoco había nada.
Recordó entonces las aventuras de los siglos XV y XVI. Tornó hacia el lejano Oeste. Los ferrocarriles “caballo de hierro” echaba humo en su cabeza, al tiempo que los plumados penachos sioux esperaba agazapados para preparar la emboscada y quitarle los pocos víveres que consigo portaba. Tampoco escuchó las trompetas del siempre oportuno Séptimo de caballería. Custer llevaba tiempo descansando con sus botas puestas.
Nada. Había recorrido todos los puntos cardinales y seguía sin encontrar nada.
Pero una extraña fuerza le obligaba a proseguir la Gran Búsqueda. Trató de indagar aun más, de llegar a donde nadie había llegado antes. Y entonces cambió un poco la posición. Se apuntó a la expedición Amundsen al polo norte, con la esperanza de ganar esta vez a Peary. Pero no encontró a ninguno de los dos. Ni siquiera a los siempre bravos perros husky. Ni rastro del campamento base.
Probó fortuna con el polo sur, pero tampoco. No pudo salvar a Amundsen. Aunque esta vez sí había ganado su carrera en ser el primero, no pudo salvarle. Lo único que pudo hacer fue imaginar su victoria, clavando la enseña noruega en el duro y frío suelo antártico. Tampoco encontró nada aquí.
Tan solo le quedaba buscar en el techo del mundo. Buscó y buscó, y cuando por fin creyó haber encontrado a Hillary y a su inseparable Tsensing, todo se desvaneció. Ni tan solo el celebérrimo abominable hombre de las nieves estaba allí para devorarlo. En aquellas montañas no había nada.
Cuando volvió a su punto de partida, trató sin éxito de hallar la razón por la cual no había nada. Y seguía sin haber nada.
Nunca se dio cuenta hasta entonces de que no había nada porque nada podía haber en un folio en blanco. Tan solo la imaginación del escritor, ora tocada por las musas ora dejada en la estacada. Y sin ella, no había nada. Nada que encontrar, nada que decir, nada que escribir...
¡Qué grandes son los folios cuando no se te ocurre nada que escribir!

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Y grandes tambien cuando tienes algo que escribir, perdón algo que decir, que no es lo mismo.
Dicen los que de este arte del escribir saben, que no hay cosa más terrible que enfrentarse a un folio en blanco, pero para tranquilidad de nuestras conciencias, y por desgracia para algunos, a veces es mucho más terrible enfrentare a un folio que diga algo. ¡ánimo,adelante y con los faroles!. Don Jacinto

Julio dijo...

chapó ....

Julio dijo...

chapó ....

Julio dijo...

Clap, clap, clap, .... Chapó ....