martes, 23 de abril de 2013

Cada uno paga lo suyo

Había gastado sus últimos 40 céntimos en la póliza-de esas de la Fábrica de Moneda y Timbre-con la que solicitó en el registro de la cámara autonómica la entrevista con el diputado de su circunscripción. Las cuestiones que tenía que plantearle no eran desde luego baladí, pero contaba, esperaba, que la amistad que antaño les había unido en el colegio pudiera tener cierta influencia. Y había realizado la solicitud oficial porque quería que la solución no fuera un caso más del típico “tráfico de influencias”. Lo último que quería era perjudicar a su viejo amigo.

Recibió alegre la  notificación oficial con el sello de la cámara, invitándole a celebrar la reunión tras una comida en los lujosos salones de la cámara. Contento, rebuscó entre sus ropas, recordando que una vez, su abuelo apareció en una fotografía de esas amarillentas con un traje y corbata junto con el gobernador civil. Pensó que si su abuelo pudo, él también podría.

Ansioso, subió al tren de cercanías que lo llevó hasta la misma cámara autonómica. Era un barrio obrero, como el suyo, y realmente parecía que no había salido de él cuando miraba a su alrededor. Dirigió sus pasos hacia la puerta, mostró su identificación y franqueó el acceso. Le estaba esperando un ujier, que lo observó de arriba abajo, extrañado de ver un traje tan lustroso y con ese extraño olor a naftalina. Lentamente fue conducido al salón comedor, guiado por una moqueta roja y alumbrado por las luces de diseño que antorchan la galería de retratos.

Al entrar al salón enseguida reconoció a su viejo amigo: estaba tan alto como siempre, y algo grueso, probablemente motivado por la falta de ejercicio y el exceso de comida. Se acercó a él con la esperanza de saludarlo con un abrazo pero él tendió su mano y secamente indicó

-”Buenas tardes, D. Jacinto”

-“Coño, Julián, ¿no te acuerdas de mí?”

-“Siéntese, D. Jacinto”

En aquel instante, supo que la amistad que les unió no serviría para nada. Tomó asiento y comenzaron a degustar el aperitivo: caviar iraní-es el que ponen a diario- y foie gras de Estrasburgo, regados con el vino de la casa: Viña Tondonia 2001.

-“¿Qué le trae por aquí?” Comenzó a explicarle todos sus problemas; cómo la empresa para la que trabajaba se había visto perjudicada por la adjudicación a otra-con conocidas influencias con el consejero de Obras Públicas- y que como consecuencia de esta pérdida, habían comenzado a despedir empleados hasta el cierre total de la empresa;
 
paralelamente, su matrimonio se fue a pique, como tantos de entre las amistades de su generación; esto le había costado además de dinero, salud; recientemente había sido diagnosticado con una de esas llamadas enfermedad rara; de esas que provocan que la Sanidad Pública no se haga cargo del paciente como consecuencia de la gestión de los políticos, que prefieren recortar en Sanidad para aumentar en propaganda;

cómo había consumido los pocos ahorros fruto de una vida de trabajo-ya peinaba un cabello dorado por 55 años de canas-en tratarse la enfermedad rara, en pasar la pensión a sus dos maravillosos hijos y en pagar las pocas letras que pudo de su piso; cómo había intentado por todos los medios encontrar un trabajo, incluso aceptando que debería cobrar menos de 1.000€ al mes y pese a ello, no había sido capaz de que nadie le contratara, porque era demasiado mayor para el puesto;

Y ahora, cuando estaba a punto de ser desahuciado, veía ante sus ojos la posibilidad de que el voto de su otrora amigo evitara la aprobación de una ley que no recogía la dación en pago frente a las hipotecas. Y que por ello recurría a él, quemaba sus últimos 40 céntimos en intentar convencerle, aunque fuera por la compasión, en que podía y debía no permitir la aprobación de aquella ley.

Con la misma sonrisa que una esfinge, el diputado se levantó. Estrechó la mano de D. Jacinto y le musitó

-“Veré lo que puedo hacer”

-“Gracias”

-“D. Jacinto, espere”- Indicó su viejo amigo, el diputado.

-“¿qué sucede?”-resolvió girándose sorprendido.

-“Debe pagar su menú. No quiero que luego vaya diciendo por ahí que intento comprar su voto, o que es amigo mío. Eso sería tráfico de influencias. Y no me lo puedo permitir”

-“He gastado mis últimos 40 céntimos en venir a verte”

-“Entonces, lo siento. No hay nada que pueda hacer por usted”

D. Jacinto fue conducido por la Guardia Civil al calabozo de la cámara en espera de ser trasladado al juzgado. Pero esto no pudo ser. A la mañana siguiente, amaneció muerto. No había signos de violencia ni rastros de productos tóxicos en su sangre. Simplemente, se había rendido.
 
La reputación del diputado podría estar tranquila: nadie podría decir de él que compraba el voto a sus amigos. Y el partido, satisfecho porque ningún diputado había roto la disciplina de voto: la ley que no recogía la dación en pago había sido aprobada…

jueves, 18 de abril de 2013

Inimaginable...o no

La situación lleva tiempo siendo tensa. La violencia en las calles no cesaba; la policía, sobrecargada, no daba abasto para acabar con todas las revueltas que se producían en la capital. El desorden y el caos reinaban por doquier. Papeleras destrozadas, mobiliario urbano hecho trizas, conatos de incendio en cada esquina, cristales rotos, tiendas asaltadas, cajeros automáticos abiertos… lo más parecido a una revuelta popular; a la extinta kale borroka

El Poder meditaba sobre la mejor solución para atajar estos desmanes. Las reuniones se sucedían una tras otra en las salas del Congreso de los Diputados. Las altas esferas, el gobierno, la oposición, la banca, todos reunidos coincidían en la necesidad de acabar con todo esto. Las tropelías, las violaciones a la democracia con la que todos nos habíamos dotado no podían ser consentidas por más tiempo.

La seguridad del Congreso había sido reforzada con una pequeña representación de la división Acorazada Brunete: tres carros de combate y un batallón de la legión impedían el acceso a las inmediaciones del templo de la palabra, de la sede de la soberanía nacional.

Los Padres de la Patria apenas hacían un lapso para comer en el gran salón del congreso, elegante y eficazmente atendido por la alta hostelería de Arturo.

Finalmente, llegaron a la conclusión de que había que disolver a los culpables: que tanta violencia era innecesaria; que la única solución pasaba por deshacerse de ellos; que nada podría resolverse ni se podría avanzar en la construcción del país en tanto en cuanto estuvieran de por medio esos individuos.

El Presidente del gobierno firmó la orden, que transmitió por radio el ministro de defensa:

-“Coronel, acabe con los culpables de todo esto”
No se escuchó el acuse de recibo de la orden. Hubo unos 30 segundos de silencio sepulcral en la radio. Finalmente, se encendió el piloto y un escueto “A la orden” inundó la sala.

En el exterior, apenas se podía distinguir a los soldados de los manifestantes. Era tal la cantidad de gente que apenas podían moverse, o cargar las armas. Tan solo el carro de combate del Coronel. Se cerró la torreta. El cañón, que apuntaba directamente al corazón de la manifestación, hizo que su motor rugiera. La sangre de todos los presentes se congeló por momentos, mientras el arma tomaba altura.

En el interior del Congreso, más relajados, se dieron abrazos sabiendo que pronto todo volvería a la normalidad; al orden establecido; Por una vez desde hacía mucho tiempo, decidieron encender un cigarro puro en el Congreso. “¿tienes fuego?”

En el exterior, el carro de combate había terminado por completo de tomar posición de disparo:

-“FUEGO” Ordenó el coronel. El alma estriada lanzó con fuerza su proyectil sobre el objetivo, con el firme propósito de cumplir la orden dada por el legítimo Gobierno: acabar con los culpables.

Tras la humareda, volvió a lucir el sol. El congreso de los diputados había sido reducido a escombros, y los culpables, destruidos. Un estruendoso grito estremeció las calles, mientras el pueblo tomaba su camino de retorno a casa. Los pocos que aún la tenían…