jueves, 18 de abril de 2013

Inimaginable...o no

La situación lleva tiempo siendo tensa. La violencia en las calles no cesaba; la policía, sobrecargada, no daba abasto para acabar con todas las revueltas que se producían en la capital. El desorden y el caos reinaban por doquier. Papeleras destrozadas, mobiliario urbano hecho trizas, conatos de incendio en cada esquina, cristales rotos, tiendas asaltadas, cajeros automáticos abiertos… lo más parecido a una revuelta popular; a la extinta kale borroka

El Poder meditaba sobre la mejor solución para atajar estos desmanes. Las reuniones se sucedían una tras otra en las salas del Congreso de los Diputados. Las altas esferas, el gobierno, la oposición, la banca, todos reunidos coincidían en la necesidad de acabar con todo esto. Las tropelías, las violaciones a la democracia con la que todos nos habíamos dotado no podían ser consentidas por más tiempo.

La seguridad del Congreso había sido reforzada con una pequeña representación de la división Acorazada Brunete: tres carros de combate y un batallón de la legión impedían el acceso a las inmediaciones del templo de la palabra, de la sede de la soberanía nacional.

Los Padres de la Patria apenas hacían un lapso para comer en el gran salón del congreso, elegante y eficazmente atendido por la alta hostelería de Arturo.

Finalmente, llegaron a la conclusión de que había que disolver a los culpables: que tanta violencia era innecesaria; que la única solución pasaba por deshacerse de ellos; que nada podría resolverse ni se podría avanzar en la construcción del país en tanto en cuanto estuvieran de por medio esos individuos.

El Presidente del gobierno firmó la orden, que transmitió por radio el ministro de defensa:

-“Coronel, acabe con los culpables de todo esto”
No se escuchó el acuse de recibo de la orden. Hubo unos 30 segundos de silencio sepulcral en la radio. Finalmente, se encendió el piloto y un escueto “A la orden” inundó la sala.

En el exterior, apenas se podía distinguir a los soldados de los manifestantes. Era tal la cantidad de gente que apenas podían moverse, o cargar las armas. Tan solo el carro de combate del Coronel. Se cerró la torreta. El cañón, que apuntaba directamente al corazón de la manifestación, hizo que su motor rugiera. La sangre de todos los presentes se congeló por momentos, mientras el arma tomaba altura.

En el interior del Congreso, más relajados, se dieron abrazos sabiendo que pronto todo volvería a la normalidad; al orden establecido; Por una vez desde hacía mucho tiempo, decidieron encender un cigarro puro en el Congreso. “¿tienes fuego?”

En el exterior, el carro de combate había terminado por completo de tomar posición de disparo:

-“FUEGO” Ordenó el coronel. El alma estriada lanzó con fuerza su proyectil sobre el objetivo, con el firme propósito de cumplir la orden dada por el legítimo Gobierno: acabar con los culpables.

Tras la humareda, volvió a lucir el sol. El congreso de los diputados había sido reducido a escombros, y los culpables, destruidos. Un estruendoso grito estremeció las calles, mientras el pueblo tomaba su camino de retorno a casa. Los pocos que aún la tenían…

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